hombre que se mira en el espejo

Un murciélago. Nunca he visto uno en mi vida. Pero sin duda, toda la literatura existente sugiere que es un animal fantástico, en todo sentido. Del murciélago han surgido cantidad de inspiraciones, dolores y traumas. No solo impresiona a científicos con su capacidad de ecolocación, también permite a filósofos cuestionar la conciencia e incluso inspira la creación de personajes de ficción como Nosferatu y Batman. Ahora Wuhan parece habernos dado un motivo más para admirar a este mamífero volador. Algún murciélago, sin mayores ambiciones nos ha colocado, sin querer, en aislamiento, una cuarentena que se hace eterna, y a mí en esta habitación que cada vez se asemeja más a una prisión. Pero debo admitir que se trata de una prisión desde la cual disfruto vistas dinámicas e interesantes por momentos. Todavía hay luz y paisajes a través de una ventana que tiene poco de ventana. La capa de vidrio se diluye ante una estructura de fierro que parece repetir muchas veces la letra X. Si fuera un texto, estaríamos frente a un poema vanguardista, algo que seguramente Verástegui y Eielson hubieran creado con más tiempo por delante. Algo así:

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Cuando llegué por primera vez, la reja de fierro ya estaba fijada en la ventana. Parecía ser una habitación que correspondía a un escenario post-pandemia. Era concebible que una persona afectada por un encierro prolongado creara esas barreras para mantener el mundo a raya, y protegerse de cualquier intento que realizara alguna persona (nunca supe quién) de impregnarla con el virus. Con precisión, crearía una muralla, entre virtual y real, para tener suficiente información del exterior, sin necesidad de ponerse en riesgo. Todavía vería el cerro Campana y el atardecer que le acompaña con todos sus colores. Se acercaría a la ventana para ver la imagen completa del paisaje (y así lo hice) y sentir el mundo afuera como la unidad que parece ser (y así lo sentí). Aún sería posible ver las gaviotas llegar del este y dirigirse hacia las playas de Huanchaco (y así las ví). También las vería llegar del oeste como naciendo del cerro Campana para sobrevolar la casa que habita (y las volví a ver). La luz aún ingresaría a la habitación, tocando el piso y los muros con las formas dadas por las aberturas de la reja. Si prestaba atención, vería el sol pasar de izquierda a derecha, de este a oeste, de un muro al piso al muro opuesto. Sería testigo en primera fila de su paso dibujado por la sombra de la reja. Entonces sería posible conocer el momento del día en que me encontraba (y lo aprendí), y dado el suficiente tiempo, reconocería el paso de las estaciones (y lo reconocí).

Me he asegurado de que lo que percibo día a día corresponde a una persona cuerda. El tiempo en cuarentena parece aún no haberme afectado (pero no es así). Debo decir, a pesar de eso, que los aromas los siento más pronunciados, pero ese sólo es uno de mis atributos. Últimamente mi olfato parece ser más sensible. Ayer sentí el café que preparaban en la casa de al lado, y todos se sorprendieron. Tengo la impresión de que el único que estaba de acuerdo era el vecino. Mi oído aún sigue fino. Escucho las aves que despiertan y preparan el vuelo, y también aquellas que al finalizar la tarde vuelven al nido. Además escucho personas deambulando sin motivo y autos de quienes aún creen que el virus es sólo una gran mentira. Algunos perros ladran. Todo parece dentro de lo normal (pero no lo está). Quizás en aislamiento estoy aprendiendo a prestar más atención. Quizás en aislamiento me voy convirtiendo en aquello que realmente soy.

De noche, no hay otras luces que no sean las que provienen de los postes. Todo es silencio (pero algo resuena en mi cabeza, y no son los autos que pasan), todo es oscuridad, con excepción de los puntos naranjas que brillan cerca y lejos, allí y acá. Algunas luces nocturnas imitan al sol y lo superan por momentos, generando espacios con tonos entre naranja y grises en una habitación que de otra forma sería un gato negro. Las luces de los postes tocan los muros en diferentes direcciones, invitan a diferentes formas y tonalidades, superando la usual monocromía a la que el sol los tiene condenados a menos que llegue el atardecer.

Con el tiempo, empecé a aceptar esta habitación y sus características. Empecé a superar la resignación para aprender desde un espacio que, de haber tenido opciones, no hubiera elegido para pasar el confinamiento. Incluso siento haber desarrollado una templanza propia de monjes budistas. En mi soledad (estoy solo, aunque escuche voces fuera de mi habitación y todavía tenga algo haciendo fiesta en mi cabeza) tengo cierta compasión conmigo mismo, de la situación en la que me encuentro, y ahora siento la tranquilidad de vivir con pocas cosas. La paz ha dejado de ser ajena a mi experiencia. Me siento en paz hasta cuando miro al cerro Campana sin poder verlo porque están la neblina y todas las casas con cables colgando por doquier. Ahora mismo puedo sentir la belleza del momento, del ahora. Todo este lío creado por un murciélago guardó siempre ese potencial de belleza, y agradezco el poder sentirlo (¿lo sientes tú?), aunque a veces esta habitación me parezca una cárcel que nace en el barullo de mi mente, que nunca cesará. Es más, en este instante pienso en el murciélago que nos metió en este lío y siento compasión por él. Luego me río. Alguien afuera me pide que me calle. Me acerco a la ventana y…